Dibujar la vida fue lo cotidiano
Encontrar el sendero y mirar hacia el sur del Reino Unido componía la cadencia de un momento de quietud. Era el día que parecía extenderse. Era el segundo detrás de un minuto de vacío. Las horas en los días de Virginia se escribían desde el espiral de un camino que marcaba la dirección de un destino.
Durante los días en que la lluvia en Londres cesa por momentos y el impulso de escribir una historia de ficción dibujaba una luz, Virginia retomaba el compás de su imaginación. Dibujaba en su mente los colores de una nueva habitación, del espacio que ocuparía cada cuadro pintado por su hermana Vanessa, las tazas sobre la mesa y el lugar donde el aroma de cada palabra escrita llevaría el recuerdo del tiempo.
Fue así como en el año de 1919, en busca del gozo de una vida más tenue y recuperando cada pieza de lo imaginado, Virginia y su marido Leonard encuentran Monk´s House, una casa de madera del siglo XVI situada en el pueblo de Rodmell, a setenta millas de Londres. La memoria en sus rincones y el paisaje del jardín colindante con un huerto resonaban en lo escrito. Su mirada más cercana descubría una sinfonía de árboles frutales. Este era el nuevo hogar; el de las hojas blancas y la magia detrás de los sentidos.
Dibujar la vida fue lo cotidiano.
Mirar hacia la campiña se convertía en el espacio de tranquilidad que escuchaba una escritura más serena, una conversación más tenue y una espera menos lejana. Monk´s House, el refugio y el recinto, era por momentos el espacio de convivencia y alegría, de voces vivas y noches eternas. Pero era también el recuento de un interminable merodeo por las calles de Londres. Rememorar cada palabra escrita en aquel estudio despertaba el recuerdo del motivo y la razón de lo escrito.
En Monk´s House sonaba la algarabía de la complicidad, de la amistad y del amor. Era el espacio en donde los integrantes del grupo de Bloomsbury retomaban el testimonio de su profundo vínculo con Sussex, donde el espíritu de las tardes de bohemia revivía el eco de cada historia plasmada en lienzos y en trazos con tinta indeleble.
En el centro de la casa se respiraba el espíritu de los artistas. Virginia, llena de imaginación, confió a su hermana Vanessa la decoración del espacio. Mesas con trazos vivos, tazas delineadas con dos tonos solitarios, pantallas de lámparas salpicadas de colores encontrados, floreros matizados de mosaicos componían una armonía llena de luz. Era el rincón donde el diálogo y la convivencia se entrelazaban sin límite; donde crear el color de un suspiro lograba matizar la esencia de cada pincelada.
El jardín vivía de flores y azaleas, de plantas verdes y rostros dibujados. Junto con los más pequeños, el jardín se llenaba de juegos. Era el lugar de las conversaciones sin atajos. “Este espacio, rústico y simple, tiene un gran encanto” apuntaba Virginia en su diario. El movimiento de la vida se quedaba también en imágenes fotográficas. La inquietud de plasmar la memoria de cada segundo que pudiese robarle un respiro al tiempo se convertía en parte de la convivencia. Una cámara y un sinfín de instantes componían lo cotidiano y ataban la complicidad. Quedaron reproducidas cientos de imágenes de un mundo compuesto por la imaginación.
También llegaban los momentos de quietud.
Alejada de Londres y sentada debajo de su cobertizo de madera al fondo del jardín, Virginia recordaba a un joven que quedó escrito en el título de su tercera novela: “El cuarto de Jacob”. Pensaba en la narrativa del vacío y en la ausencia detrás del personaje. Jacob Flanders fue una realidad inexistente. Su camino a lo largo de la narrativa existió solamente a partir de una recopilación de sensaciones y memorias. “Al final, recordaba Virginia, Jacob muere en la guerra. Describir la habitación vacía que ha dejado tras su muerte cerraba la memoria de su vida”.
Y así pasaba el día, donde el encuentro con su escritura le devolvía la sensación de un futuro trazado de brillo.
Estaban también las horas del trayecto. El resplandor de la llanura arenosa que circundaba la casa llevaba a Virginia a recorrer con paso firme y fugaz los caminos y los atajos. Conversaba con el viento y revivía sus ideas sonoras y sin rumbo. El silencio del horizonte prometía el regreso a la escritura debajo de la neblina.
Al paso de los días seguidos por los años, Monk´s House brillaba desde los recuerdos y lo nuevo. La entrada de la casa se iluminaba con una bombilla de luz tenue y detrás de la misma se escuchaba el sonido de un teléfono con tres dígitos (385 Lewes). Cerca del jardín se escondía una habitación sólo para Virginia, en la que sus libros componían el silencio y la tranquilidad. Había también una chimenea al centro que dibujaba en colores el faro de su infancia.
Virginia encontró en las calles y en los arrecifes del sur la libertad de su voz. Regresar a Londres fue siempre cómplice de su geografía literaria. Recuperar los sonidos y las voces de Sussex creó el lazo que coincidió con el brillo de su escritura hasta los últimos días.
* Como dato informativo: Leonard Woolf vivió en Monk’s House hasta su muerte en 1969. Posteriormente la casa pasó a formar parte del National Trust.