El silencio de Berwick

Mas allá de un sonido y del abismo de un paisaje escondido en la llanura existían los murales de un recinto que callaba. Rodeado de árboles y veredas y esperando escuchar las voces de quienes se acercaban con sigilo, el recinto componía un instante y un silencio.

Para el año de 1941 cuando los estruendos de la guerra ensordecían el ritmo de la vida, los artistas de Bloomsbury circundaban el sigilo del recinto. Había un llamado a revivir el espíritu, a dibujar historias antiguas repintadas con trazos nuevos. Parecía un momento de certeza, un encuentro sin atajos que recuperaba la huella de un secreto.

Años atrás, y sin perder la sensación de un lugar que parecía conocido, Virginia recorría la aldea en compañía de un recuerdo. Existía una iglesia que emanaba destellos sin textura, un atrio que descomponía su geometría y un piano que había olvidado el sentido de su escucha.

Ubicada a tres millas de Charleston, la aldea de Berwick, rodeada de destellos vivos y trayectos del pasado y fincada en los altos de la campiña del sur del Reino Unido, se componía de una estación de trenes que marcaba la brújula de la aldea. Desde el año de 1846 rodeada de pequeñas casas que emitían el sonido del tiempo y de sus habitantes, la estación de Berwick, al ritmo de sus rieles desteñidos, apuntaba con un guiño el camino hacia aquella iglesia que cambiaría la leyenda de la aldea.

La aldea de Berwick tenía una historia que contar.

San Miguel y Todos los Ángeles daba nombre a una iglesia cuya historia se remonta al siglo XII. Compuesta de una torre elogiada por una aguja en su cúspide, el recinto relataba su geometría a partir del brillo transparente de sus vitrales en cada muro.

Tras las consecuencias de la guerra, los vitrales se diluyeron en la nostalgia. En su espacio quedaron ventanas de cristal transparente que iluminaban murales únicos colmados de belleza y de un silencio. Era el momento del encuentro. El minuto en el que los artistas de Bloomsbury llegaban a trazar la leyenda que desenvolvía el brillo de los bordes inconclusos.

Los murales de la iglesia de San Miguel y Todos los Ángeles se pensaron en silencio y se dibujaron en voces coloridas. Partiendo de una idea que parecía decolorada en tonos separados, Vanessa y Duncan crearon un entorno que plasmaba en cada espacio diluido por el tiempo su propio estilo estético y libre de ataduras.

En el primer comienzo, los murales representaban a los habitantes de la aldea de Berwick a veces portando ropa de época y situados dentro de distintas escenas bíblicas. De un lado hacia otro y con el ritmo de la música, de una pintura, de una escena de teatro, una escultura o cualquier otra forma de arte, debiese existir un encanto instintivo entre todos ellos y el significado espiritual del recinto. Había que delinear con el talento de los años.

Fue así como Duncan y Vanessa replicaban las horas de sus días trabajando dentro de la iglesia. Observaban y trazaban bosquejos de lo que sería la conjunción de lo existió con la modernidad del arte, del suyo, del que perduraba y devolvía un significado al entorno. Por primera vez, artistas modernos emprenderían un esquema decorativo completo para una iglesia rural. El amor que sentían por los habitantes y por el paisaje de Sussex lograba que a partir de esta obra se revelara lo celestial como parte de su vida cotidiana.

Y así, día con día, se creaban las imágenes que dibujaban en cada esquina del recinto los sucesos de la historia bíblica logrando en cada trazo que sus páginas hablaran en su lenguaje, en su tiempo y su ritmo.

Desde la esquina más lejana, sentada con un lienzo sobre las piernas, Vanessa pensaba en la simetría de la Natividad que ocuparía el centro de la capilla. La tinta divagaba entre el reflejo de tres luces distintas que completarían la imagen central. Una linterna al fondo sostenida por uno de los pastores emanaría el primer reflejo. En la parte superior aparecería una luna ensombrecida cuya luz se reflejaría en un estanque apuntando justo por encima de la cabeza del niño en el pesebre. Pero la mayor fuente de luz, la que daría vitalidad al todo, sería la aureola que rodearía al niño. Vanessa sabía que una luz es símbolo de la verdad y de la vida: tres luces juntas y al unísono reflejarían el brillo de un tiempo único pausado por un minuto de silencio.

Tras cada pincelada los artistas avanzaban en la simetría compuesta de los momentos escritos: la Anunciación que desprendía tonos verdes tomados de un mundo opaco; los Sacramentos representando el ciclo de la vida y el púlpito dividido en tres descansos que esperaban la claridad de un destello. Y al final del día, detrás de un susurro, se escuchaban las cuatro estaciones.

Con un ritmo sin enfado y caminando de izquierda a derecha, Duncan detiene cada estación en la sintonía que murmura el rumor de su presencia. La primavera cincelaba el camino en preparación para la siembra seguida de un verano de calor y cosecha. El otoño cobrizo regalaba manzanas para sentir el aroma de la leña que daría calor durante el frío invierno. El movimiento que los artistas plasmaban en cada espacio reflejaba lo cíclico de la vida y del paso del tiempo a veces a la escucha y a veces ciego sin sentido.

Eran puntos que se disolvían al final de un ciclo que olvidó llamarlos por sus tonos y destellos.

La pequeña iglesia de Berwick delineaba ahora su grandeza a través del significado de cada color y su verdad, de los momentos que Vanessa y Duncan escondieron en sus paredes, de la narrativa de cada pieza construida y la celebración de una esperanza iluminada.

Los murales son un tributo al genio y al talento que conmueve el arte para elevar el espíritu humano. Los artistas de Bloomsbury celebraron con su espíritu los segundos de la imaginación y su apego a una latitud que los escuchó hasta el último minuto de su ausencia.

 

* Como dato informativo: Una breve narración sobre la creación de la Natividad quedó grabada en un video desde la voz de uno de los habitantes de la aldea de Berwick.

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